
Mi nombre es Adad-Marduk-Shamash, desde pequeño me conocen como Marduk. Nací en el seno de una humilde familia de pastores, hacia el 2.500 a.C., a las orillas del Eufrates, en la ciudad de Uruk, en la baja Mesopotamia. De pequeño, siempre enfermizo, pensaban que no pasaría del siguiente invierno, pero año tras año sobrevivía y me terminé convirtiendo en un joven atlético, aunque seguía enfermando con facilidad.
A la edad de 17 años me casé con Ilshar, hija pequeña de un labrador de la zona y tuvimos tres hijos, un niño y dos niñas.
Cuando contaba 24 años, una plaga asoló las tierras de Uruk. Muchos murieron, entre ellos toda mi familia a excepción de mi padre y de mí; ahí comenzó mi verdadera historia.
Una noche bien iluminada por una espléndida luna llena, volviendo con nuestro rebaño hacia la ciudad, nos topamos con el rey Istubar, en una de sus cacerías nocturnas. El rey se sorprendió gratamente con nosotros por el valor mostrado al proteger a nuestro ganado de las bestias salvajes de la noche que rondaban la zona, al vernos desde la espesura luchando con palos y piedras frente a garras y colmillos.
—En mi familia, protegemos lo que es nuestro con ferocidad y hasta la muerte —defendió mi padre ante nuestro rey.
El monarca no parecía el déspota del que tanto hablaba el pueblo; con nosotros, aunque distante, mostraba respeto, algo que nadie nos había ofrecido jamás.
Días más tarde, llegó hasta nuestra morada un enviado real, el cual nos pagó por nuestro rebaño más del triple de lo que en realidad valía. Ante la generosidad del monarca, nosotros —los más humildes de sus vasallos—, quedamos fascinados.
Una semana después, cuando nos disponíamos a invertir gran parte de nuestras ganancias en un nuevo rebaño, nos localizó ese mismo enviado real para llevarnos a palacio puesto que, al parecer, habíamos sido llamados a presencia del rey. Dada la reputación de nuestro señor creímos que nos matarían, o algo peor, por aceptar más dinero del que valía nuestro rebaño. No obstante, ese temor se apaciguó al llegar a palacio y descubrir que el rey se encontraba a pocas horas de distancia, en su regreso de un viaje por tierras de la región.
Mientras esperábamos, no tuvimos reparos en disfrutar de los suculentos manjares y exquisitos elixires con que nos agasajaron. Tal dispendio alimentario era algo extraño, pero nos entregamos por completo dado que ¿cuándo nos habíamos visto en otra igual? Así, cayó la noche sin apenas darnos cuenta y, poco después, nos anunciaron a todos los presentes la llegada del rey Istubar.
Entró engalanado, con paso digno, y tras saludar a la audiencia con un ligero movimiento de cabeza recogió un par de ornamentadas jarras cerámicas de la bandeja que sostenía uno de los sirvientes de palacio. Él mismo fue quien nos las acercó para que probáramos el líquido que contenían. Tenía un gusto extraño y denso que mi progenitor bebió rápidamente. A mí me costó más, aunque tras mirarme mi señor y repetirme nuevamente que bebiese la selecta ambrosía terminé ingiriendo todo el contenido.
Al final, pasamos a formar parte del servicio personal de su majestad. Nos pagaba más de lo que ganaríamos con el ganado y trabajando solo algunas noches, cuando el rey salía de caza. Llevábamos una vida sana y descansada —personalmente, me sentía fuerte y rebosante de energía, ni siquiera caía enfermo—. En las cacerías siempre comíamos bien y llenábamos el buche con el rico licor que el rey llevaba siempre consigo. Era una buena vida y nuestro monarca nos trataba con formalidad y respeto. Hasta que aconteció la maldita plaga que en un par de semanas asoló y redujo a la mitad la población de Uruk.
Un día cuando llegamos apenados y obligados por el deber al servicio nocturno con el rey —debido a la reciente muerte de nuestra familia—, lo encontramos enojado y con una cara demoníaca que no le habíamos conocido hasta entonces. Al contarle que podríamos servirle durante más tiempo, puesto que nuestra familia había muerto y no había nada que nos impidiera dedicar nuestros esfuerzos y trabajo diario a servir mejor a nuestro señor, nos evaluó con un brillo extraño en su mirada. Nos contó que la muerte de nuestra familia y de la mayor parte de la población de Uruk se debía a una criatura sobrenatural y diabólica de la que, gracias a él, podríamos vengarnos, aunque seguramente nos costase la vida. No obstante, aceptamos con gusto el riesgo. Esa fue la noche en la que comprendimos la verdadera naturaleza de nuestro señor, el cual llevaba varias noches acechando por la ciudad y tenía casi localizada la ubicación del causante.
Durante toda la noche estuvimos de caza por la ciudad hasta que, por fin, localizada la horrenda criatura, la enfrentamos junto a los guardianes reales y el propio rey. Esa criatura luchaba como el mismísimo diablo y mató a casi todos los guardias; parecía estar muy acostumbrado a las tácticas de lucha militar, pero no preveía las maniobras aparentemente aleatorias y furiosas de un par de lacayos rabiosos. Istubar luchaba como otro demonio y me alegré de tenerle de nuestro lado, pues era tan gran luchador como cuentan las epopeyas —aunque claramente, todo está convenientemente alterado, fechas, hechos y demás, pero la base es auténtica, es algo muy usado entre las criaturas de la noche—. Tanto mi padre como yo acabamos muy malheridos, aunque satisfechos de haber logrado vengar a la familia. No morimos, pues el rey quiso recompensarnos: rajándose las venas de su muñeca, en un parpadeo, y sin mediar palabra, me sujetó con una mano de la cabeza y con la otra oprimió su sangrante muñeca contra mi boca, obligándome a beber si quería seguir respirando dado que, en la batalla, el monstruo me había roto la nariz entre una infinidad de huesos —mi señor tenía una fuerza sobrehumana, la cual compartió conmigo al obsequiarme su sangre—. Igualmente hizo después con mi padre. Aquel día le ofrecimos nuestra eterna lealtad y dejamos de envejecer gracias al denso elixir que el rey nos ofrecía con regularidad desde que fuimos reclamados en su palacio por primera vez —comprendí que no era otra cosa que su propia sangre y que esta era, también, la razón de que sobreviviéramos a la plaga—.
Corría el año 1900 a.C., varios vástagos habían muerto en extrañas circunstancias en los alrededores de la ciudad y el resto clamaban venganza. Estos últimos salieron en partida de caza por la ciudad, asimismo mi padre y yo, que acompañábamos al rey. A medida que avanzábamos nos íbamos separándonos para la batida, ya que todos pensaban por las evidencias que se trataba de un licántropo. Poco a poco, fueron cayendo uno por uno —el cazador cazado— hasta que, por fin, nos encontramos con aquella criatura; no era un licántropo, era una bestia incluso más temible y salvaje —algo que ninguno creíamos que fuese posible hasta ese momento—. Cuando nos íbamos a lanzar a por él, el rey nos detuvo manifestando lo absurdo de dirigirnos a una muerte tan rápida e inequívoca. A la bestia —Enkidu— le sorprendió ver semejante gesto, lo capté en su expresión. El rey Istubar —quien, en adelante, sería conocido como Gilgamesh— y Enkidu se lanzaron a una lucha bestial. Ambos vampiros poseían una fuerza y velocidad sobrehumanas, pero mi señor aún conservaba algunas facciones humanas. Enkidu, por el contrario, parecía un híbrido entre un hombre lobo y un monstruo sacado de la más temible pesadilla: deformado, con protuberancias óseas en las articulaciones y columna vertebral, tanto sus zarpas como sus colmillos eran también notoriamente más grandes, acordes a su enorme tamaño, al menos el doble que Gilgamesh. Finalmente, cuando Enkidu tenía la batalla ganada, en vez de rematar al rey, simplemente dejó de luchar, dio unos pasos atrás y se transformó en un hombre desnudo de mediana edad, bastante musculoso y peludo, lleno de cicatrices, que intentaba tomar resuello debido al agotamiento y heridas del combate. Tras aquella pugna, una gran e irrompible amistad surgió entre los dos vampiros.
Pasaron más de 200 años, cuando finalmente llegaron noticias de que los Setitas buscaban a Enkidu en la ciudad de Uruk. Gilgamesh le prometió que mandaría todas sus huestes contra ellos, sin embargo, Enkidu no se lo permitió, ya que no quería volver a ver la destrucción que, sin pretenderlo, provocó tiempo atrás, en la ciudad de Ur. De modo que partió, pero no antes de que mi rey me ofreciera como regalo —para que pudiera ocuparme de las contingencias que le surgiesen a Enkidu durante las horas diurnas— y él aceptase.
Llevaba más de 150 años al servicio de mi actual señor, cuando comencé a padecer una extraña afección —sangraba sin motivo alguno por heridas teóricamente cerradas o por los orificios de mi cuerpo—. Mi señor teorizó que debía tratarse del larguísimo tiempo que había vivido gracias a la sangre de vampiro y llegó a la conclusión de que moriría. Yo lo acepté resignado; me sentía un ser privilegiado al haber vivido casi un milenio y visto infinidad de maravillas.
Pasaron tres años más y mi afección, aunque muy lentamente, seguía su progreso. Nos encontrábamos en una pequeña región de los Cárpatos y el voivoda de la región amenazó a Enkidu directamente. Mi señor, en uno de sus arrebatos de ira, se lanzó contra ese gobernador territorial de la alta nobleza dejando en libertad la enorme bestia que llevaba en su interior. No obstante, su rival tampoco se quedó atrás, convirtiéndose en un enorme monstruo alado. Ambos lucharon salvajemente hasta que Enkidu, desangrado casi por completo y prácticamente muerto, sacó fuerzas de flaqueza y consiguió hacerle una presa a su rival para, a continuación, morderlo con una fiereza inenarrable. Bebió de su adversario hasta saciar de sangre a su bestia y luego lo mató. Después se giró hacia mí con una mirada que jamás había visto.
Me desperté de noche, desnudo y bañado en sangre. Lo oía todo a mi alrededor, veía perfectamente en aquella oscura noche: había dos hombres desangrados junto a mí. Enseguida vi moverse una sombra y me dispuse a luchar. Cuando estaba a punto de saltar sobre ella, me di cuenta de que era Enkidu. Se encontraba sentado sobre una roca, observando sin inmutarse todos mis movimientos.
—¿Por qué? —le pregunté, una vez pasado mi primer estupor.
—El deber —respondió.
No pregunté más, simplemente lo acepté.
Enkidu —o Noah, como también le conocían muy pocas criaturas—, era de pocas palabras. Me enseñó a desarrollar mis nuevas e increíbles habilidades. Durante más de dos siglos vagamos juntos cazando y huyendo de los Setitas que nos perseguían, hasta que un día Enkidu me mandó esperarlo en la siguiente ciudad a la que nos dirigíamos, Hattusas, en la Anatolia. Él se reuniría conmigo una semana más tarde. Allí le esperé más de un mes, hasta que comprendí que no vendría. En adelante, tendría que seguir yo solo, mi no-vida.
Volví a lo que mejor conocía, Mesopotamia. Me establecí en Babilonia, intentando no inmiscuirme más de lo justo en los asuntos de los demás vástagos de la ciudad, pero sí en los de los mortales. Defendí Babilonia como lo que era, mi nuevo hogar. Cuando se trataba de luchar, lo hacía como Enkidu me enseñó, como un demonio. Poco a poco, tras diversos sucesos, se me empezó a conocer como a un dios. Los sacerdotes de la ciudad inventaban dinastías de dioses —y la propia población contribuía a hacerlas reales, creyéndolas a rajatabla— algunos, vampiros como yo, otros, humanos, especie de santos y otros simplemente surgidos de las más terribles imaginaciones y miedos más profundos del pueblo llano. Al final, me encumbraron a una divinidad suprema y durante mucho tiempo lo disfruté, puesto que el resto de los vampiros me lo permitió —al fin y al cabo, también se beneficiaban de mi ayuda en la protección de la ciudad—. Era feliz deambulando por mi ciudad. Infinitas fueron las noches que disfruté paseándome por los Jardines Colgantes de Babilonia —una de las Maravillas del Mundo Antiguo—, construidos por la reina Semíramis en el 1.067 a.C. —aunque más tarde, su construcción fuese adjudicada a Nabucodonosor II, rey de los caldeos, como regalo a su esposa Amytis, hija del rey de los Medos en el año 600 a.C.—. Era una ciudad hermosa.
Llegó el día en que Sukurlam, el Matusalén Assamita, me pidió ayuda. Necesitaba «hacerse fuerte» entre los suyos. Los Assamitas en esa época no eran los efectivos asesinos que son hoy, eran más bien cazadores y guerreros. Y quién mejor para perfeccionarlos que Marduk, el mismísimo Dios de la Guerra. Durante más de un siglo entrené y perfeccioné a sus más fieles vástagos, y a cambio me enseñó los fundamentos y entresijos de su secreta disciplina de clan, con mi promesa de jamás enseñársela a nadie. Y llegó de nuevo el día en el que Sukurlam me pidió otro favor, pero este aún mayor y más costoso para mí: debía cederle mi nombre y «mi divinidad» para su más sencillo ascenso entre los vástagos babilonios. Para mí, aceptar era muy duro, estaba bien asentado en Babilonia, una ciudad preciosa, en la que era feliz hacía ya muchos siglos; tenía la adoración de los mortales y la complacencia de los inmortales. No obstante, por otro lado, tenía muy claro que no podía negárselo, dado que su propuesta significaba lograr el agradecimiento eterno por parte del clan Assamita —debido a la posición de poder en que se quedaría uno de sus grandes líderes hacia los demás vástagos— o, en caso contrario, ganarme la enemistad de Sukurlam y sus fervientes seguidores, assamitas entrenados por mí mismo. La decisión, muy a mi pesar, estaba clara: Sukurlam pasó a llamarse Marduk, con mi beneplácito y yo adopté el nombre de Labashi.
Aun así, seguí cerca durante un tiempo, ayudando en muchas ocasiones a los Assamitas en sus confrontaciones contra los malvados y manipuladores Setitas, contra los cuales, llevaba luchando desde muchos siglos atrás, cuando siendo aún, un mortal, me convertí en el fiel sirviente ghoul de Enkidu.
Hacia el año 600 a.C., a la llegada de Nabucodonosor II, comprendí que mi estancia en la hermosa Babilonia debía finalizar; había acabado esa etapa de mi vida. Me dirigí hacia Grecia, a través de la Anatolia. Vagué varias décadas por la bonita Grecia, quedándome poco tiempo en cada lugar hasta que, por fin, llegué a la ciudad estado de Esparta, en el Peloponeso, a orillas del río Eurotas, una tierra de fieros guerreros que me enamoraron por su forma de entender la vida, además de por su valor y pericia en el combate. Tuve la aprobación de Artemisa, la Principe Ventrue, para establecerme en la ciudad y trabé rápida amistad con Anaxándridas II, Rey de Esparta de la dinastía de los Agíadas. Siempre me llevé bien con su familia, eran fieros y nobles combatientes, lo contrario que con los Euripóntidas, la otra dinastía regente, que jamás me gustaron pues eran falsos y traicioneros. Por nuestra amistad, complementé el entrenamiento de los cuatro hijos que Anaxándridas tuvo de sus dos esposas. Dorieo que no pudo ascender al trono se fue de Esparta; Cleómenes ascendió al trono en el que tuvo 30 años de prosperidad, gracias a su inteligencia y liderazgo, en los cuales, me dedique a luchar por él. A Leónidas, le ayudé perfeccionándole aún más en el combate y ciertas tácticas. Desde mi humilde visión como luchador, Leónidas fue el mejor rey de su familia. Cuando estaba muriéndose en el paso de las Termópilas, quise transformarle para salvarlo, pero se negó, algo que me sorprendió en un principio, aunque después, le comprendí; había cumplido su propósito y moriría como lo que fue, un héroe, recordado por todos, un hombre noble que viviría por siempre como una leyenda inmortal que perduraría más, incluso, que cualquier vampiro.
Durante algo menos de medio milenio, vagué y entré en letargo casi por igual hasta que conocí a un par de hombres notables: el judío Jesús de Nazaret y el capadocio Apolonio de Tiana, ambos nacidos hacia el año 4 a.C. Me resultó curioso que a un carpintero revolucionario y convertido en profeta —conocido como el rey de los judíos, e Isa por los musulmanes— se le atribuyeran con el tiempo acciones de Apolonio, el cual era un asceta convencido además de un reconocido sabio, visionario, filósofo y taumaturgo. Aunque le seguía el gentío, la historia apenas le hizo justicia pese a realizar milagros como reanimar a una doncella muerta. Burló incluso a la muerte, cuando Domiciano le acusó de cometer sacrilegio.
—No podéis detener mi alma, ni siquiera mi cuerpo —declaró Apolonio tras escuchar su condena. Y allí mismo, ante el tribunal romano, se desvaneció, desapareciendo ante los ojos de los aturdidos miembros del tribunal.
Se le vio años más tarde y fue longevo, vivió al menos 100 años. Siempre me tuvo algo fascinado y lo seguí durante años en la sombra —la mayor parte del tiempo, dado que él se empeñaba en «curar» mi alma y mi cuerpo, pero yo prefería seguir disfrutando mi no-vida—. De modo que, cada vez que me encontraba, teníamos sesudas conversaciones filosóficas sobre mi podrida alma y el mal que era para el mundo, y eso que yo nunca he sido de filosofar nada, mucho menos con una mente tan privilegiada que me embotaba las ideas. Estuve con él, allí, en Jerusalén, el día de la crucifixión de Jesús, en el Gólgota. Cuando murió, Apolonio me dijo que cogiese una parte de la cruz en la que había estado colgado Jesús e hiciese una estaca con ella; clavándomela sería la única forma en que yo podría morir definitivamente salvando a la vez mi alma —y, desde ese día, siempre conservé la estaca de ciprés con la que maté a más de un vástago a lo largo de los siglos—. Tres días más tarde, Apolonio y yo fuimos al sepulcro, donde José de Arimatea había sepultado el cadáver de Jesús. De manera extraña, ninguno de los guardias que Pilato había situado frente al sepulcro, a petición de los sacerdotes y fariseos, nos vio. Me encargué de mover la gran roca que lo tapaba y Apolonio simplemente me dijo que debía irme. No volví a verle hasta casi 30 años más tarde.
Tras, al menos, un par de siglos en letargo, me puse en camino, inmerso en mis pensamientos y vagabundeos. Hacia el año 340 d.C. conocí a la carismática gangrel Matasuntha la Huna. Justo a comienzos del siguiente siglo, convocó una Gran Asamblea de clan en la que se decidió invadir Occidente acompañando a las hordas de invasores bárbaros. Durante cerca de un siglo vándalos, suevos, alanos, francos, hunos, ostrogodos, visigodos, hérulos y otros pueblos bárbaros entraron en el Imperio Romano, saqueando las distintas provincias y consiguiendo acuerdos con las élites locales para asentarse pacíficamente. Junto a Matasuntha, luchamos contra otros vampiros bajo las catacumbas de Roma y llevamos a su muerte final a numerosos vástagos romanos. A finales del siglo V, tras acabar con el Imperio Romano de Occidente y al comienzo de la Edad Media, la acompañé a los Alpes, donde ella había decidido descansar por un tiempo; cayó en letargo y los gangrel se dispersaron nuevamente.
En mi deambular por Occidente, hacia el siglo VII pasé por las tierras de «el Azote de Dios», el también conocido como Atila. Allí, una oscura y gélida noche, mientras me alimentaba, conocí a Lambach Ruthven. Parecía querer pasar desapercibido, aunque mis agudizados sentidos no se lo permitieron aquella noche. Me contó que llevaba unos días siguiéndome —un tipo peligroso, dado que no me había dado ni cuenta del seguimiento, puede que incluso él fuese quien me permitió descubrirle—. Había visto como me movía y luchaba. Me vio como una herramienta para imponerse entre los suyos, dado que le percibían como alguien débil. Pronto me dio su sangre y me comenzó a enseñar la secreta disciplina de su clan —algo por lo que podría estar condenándose a la muerte definitiva a sí mismo, pero necesitaba «dar un golpe sobre la mesa» o caería a manos de sus iguales de forma aún más rápida—. Lambach se sorprendió mucho de la facilidad con que la dominé, incluso me llevó menos tiempo que a alguno de sus propios chiquillos —cuando lo normal, habría sido tardar incluso el doble que el menos aventajado de ellos—. Fue ahí cuando recordé la noche de mi transformación y le relaté como mi sire me transformó, eso sí, sin mención alguna a su nombre ni detalle alguno, por más que indagó.
Lambach llegó a la conclusión, dada su amplísima experiencia y sabiduría, que, al estar el cuerpo de mi sire relleno casi por completo de la sangre del voivoda, me traspasó a mí parte de la esencia de los Tzimisce y su control sobrenatural sobre la carne. A mí poco me impresionó aquello, de hecho, aún sigo creyendo que simplemente me halagaba para poder vencer mi aversión hacia las dominantes formas en que su gente gobernaba sus tierras. Luché sus batallas por un tiempo, junto a sus débiles y acobardados hijos, hasta que unas décadas más tarde, aburrido, consideré finalizado mi deber hacia él y me marché sin más.
Transcurrieron, al menos, otros cuatro siglos en los que aparte de deambular, poco me aconteció y en los que estuve largos períodos en letargo. Llevaba un par de décadas vagando nuevamente por el mundo y ahora me encontraba en lo que se llamaba el Sacro Imperio Romano Germánico…