Búsqueda de sangre. Conjura a orillas del río Lagan (II)

Miraba hipnótica las luces de los coches de policía aparcados a la entrada de la que, hasta hacía unas pocas horas, fuera la residencia de mi madre, en Chelsea. Aún no había amanecido, pero yo aguardaba agazapada, oculta entre las ramas del frondoso roble que adornaba la calle a pocos metros de distancia. Sujetaba contra el pecho la bolsa de plástico donde había introducido la ropa ensangrentada con la intención de quemarla después, en algún lugar apartado.

Había trepado a aquel árbol sin problemas tras pillar del armario de mi habitación unos jeans, la biker de piel y un jersey limpio, y de pedir, desde el teléfono de la planta superior, una ambulancia antes de colgar rápido sin identificarme. Era lo último que podía hacer por mi madre. Es cierto que desde que me presentara a aquel hombre como su futuro marido nos habíamos distanciado, pero no podía echarle la culpa de que no viera al ser baboso, de manos sudadas y oscura mirada que se escondía tras una cuidada fachada; estaba enamorada. La entendí algo mejor cuando conocí a John, pero dejando aparte sus ideas conservadoras con las que con frecuencia nuestras opiniones chocaban, lo que jamás pude perdonarle fue que no me creyera, a mí, a su propia hija, cuando le conté que una noche me había despertado, asustada, al notar el roce de una mano por la cara y al abrir los ojos reconocí a Frank, mi padrastro, inclinado sobre mí. Me senté de un salto, con las manos apoyadas sobre el colchón, pero no grité. Solo me quedé ahí, quieta, el corazón retumbándome en los oídos mientras imaginaba que la tenue luz de la luna le permitía vislumbrar el desafío de mi mirada. Un lapsus de tiempo indefinido en que barajé mil escenarios de lo que podría haber ocurrido a continuación. Pero no, que él sonriera seguro de sí y que despacio se levantara para abandonar en silencio la habitación. Aquella noche no pude volver a conciliar el sueño, y cuando a la mañana siguiente se lo conté a mi madre en la cocina, no me creyó, «lo habrás soñado», fue su respuesta. Por supuesto, los días que en adelante pasé en aquella casa, nunca más me fui a dormir sin correr antes el pestillo de la puerta del dormitorio.

La ambulancia con los dos cuerpos hacía rato que había abandonado el lugar, y yo me preguntaba cuál sería la versión oficial del forense cuando descubriera las marcas que adornaban el cuello del aquel varón, mediana edad, metro ochenta y con pijama a rayas. ¿El mordisco de un animal salvaje? ¿Y cómo habría entrado y salido de la casa? Mierda, debería haber dejado abierta la puerta principal en lugar de escapar por la ventana de la primera planta, analicé. Ya decía mi abuela que las prisas no eran buenas consejeras. Estaba segura de que el caso volvería loco a más de un flamante agente del cuerpo de policía local.

Debería sentirme apesadumbrada por la muerte de mi madre, pero no era el caso. Durante los últimos días me habían ocurrido tantas cosas extrañas, que ni siquiera me reconocía a mí misma. Se suponía que tendría que sentirme rota, triste, desamparada, sin embargo, cualquier emoción quedaba eclipsada por el recuerdo, aún vívido, del orgasmo de placer que sentí cuando la sangre de aquel bastardo bajaba por mi garganta. Fue un momento de éxtasis que arrastró al exterior el hambre que me acompañaba desde que abandoné a la carrera aquel garito de mala muerte, en Belfast, localidad donde me trasladé hace ya algo más de una semana para, supuestamente, asistir a un concierto de los Beatles. Me moría por ver de nuevo a mi amado John —I will return, yes I will return/I´ll come back for the honey and you—.

Quizá Frank no mereciera ese final, pero no me arrepentía de lo que había hecho. Fue tal el asco y la rabia que me invadieron, que sin control salté desde la ventana hasta su yugular sin pararme a pensar en algo que no fuera su cuello. O quizá, y en aras de la verdad, en el sonido de su sangre bombeando y hechizándome cual canto de sirena. Y ahora me sentía pletórica, llena de energía y saciada. ¿Y qué decir del modo en que había trepado hasta la copa de aquel árbol como si fuera la mona Chita? Todavía seguía anonadada, ¿qué demonios había sido de Chloe «la patosa» como me repetía mi hermano, de pequeños, para sacarme de quicio?

Hasta ese mordisco, fue inútil tratar de alimentarme ya que las ganas de vomitar me superaban. Las verduras me producían rechazo con solo olerlas y mi estómago se amotinaba al contemplar las diferentes piezas en que se seccionaban los cadáveres de aves y pequeños mamíferos expuestos a la atenta mirada de las amas de casa británicas. ¡Mierda! ¿Desde cuándo las historias de ficción podían ser una realidad? ¿Terminaría mis días atravesada por una estaca de madera como el más famoso personaje de Bram Stoker?

Había regresado de aquel viaje cambiada y no sabía a quién recurrir. ¡Y pensar en la ilusión que me embargaba aquella mañana en que hice la maleta y tomé un taxi hacia el aeropuerto de Dublín! Los preparativos se habían demorado bastante pues, aunque el dinero no era un problema, no quería recorrer sola, en un coche de alquiler, la distancia del aeropuerto hasta Belfast. Las noticias inquietantes sobre el IRA, en Irlanda del Norte, aconsejaban prudencia. Al final, la suerte se puso de mi lado y al comentarlo con mi padre me dio la solución. El primo Thomas, que trabajaba en la empresa familiar, podría acompañarme pues tenía programado al mes siguiente viajar a Belfast para cerrar un negocio, y no le importaría hacerlo coincidir con mi «viaje cultural». Por supuesto, no le confesé que el objetivo principal de aquel viaje, que disfracé de necesidad imperiosa por documentarme para el trabajo de fin de carrera, era asistir a un concierto de mi banda de rock preferida —podía ser un poco impetuosa, pero no tonta. ¿Para qué proporcionar información «delicada», cuando mi padre era de la opinión de que todos los integrantes de las bandas de rock eran unos fumetas?—.

De modo que, tres semanas después, en una mañana de principios de invierno, nublada y gris, preciosa, mi primo Thomas —doce años mayor, más preocupado por cumplir los deseos de mi padre, que por su escaso cuero cabelludo— y yo llegamos a un coqueto hotel en Belfast, ubicado en el barrio universitario de Queens, tras aterrizar en el aeropuerto de Dublín y recorrer el resto del trayecto en el coche que la empresa de alquiler nos había facilitado. No recuerdo la retahíla de mentiras que solté durante el recorrido por carretera, entre hermosa vegetación e hileras de árboles centenarios, cuando Thomas me preguntó amablemente sobre mis planes en su afán de hacernos el viaje más liviano. Razones para ir derecha al infierno no me faltan, la verdad. Y ahora, parece que con más motivo. ¿O un sueño puede durar tanto tiempo? Y si no estoy soñando, ¿habrá una cura que los libros de ficción no hayan recogido?, reflexioné exasperada.

Recuerdo que, tras registrarnos en el hotel, le dije a Thomas que no cenaríamos juntos aquella noche, que prefería ir directa a descansar.

—Te veo en el desayuno mañana, primo —le dije, a modo de despedida, mientras me volvía para dirigirme hacia los ascensores.

—Que descanses, Chloe —me contestó, Thomas, sin atisbo de preocupación en su voz, y con la vista puesta ya en la carta del restaurante del hotel.

Al salir del ascensor, volé a mi habitación con la idea de darme una ducha rápida y vestirme para ir al club donde los Beatles tocarían esa noche. Ya, en el interior, me descalcé y con los pies desnudos rebusqué por el escritorio hasta hallar un plano de cortesía de la ciudad, al que dediqué unos minutos para localizar la dirección que figuraba en mi invitación. Observé que el lugar estaba muy cerca de Ann Street y marqué la zona con un círculo de tinta. Luego, doblé y guardé el plano entre los objetos personales del bolso que traje conmigo, por si más tarde pudiera necesitarlo y, como una prima ballerina, encaminé mis pasos de baile hacia el baño al ritmo de Love me do, el éxito de la banda que sonaba, de forma repetida, en las emisoras de radio.

Apenas dos horas después, tomaba un taxi ataviada con un suéter muy sexy —verde, de cuello halter—, una minifalda sobre unos finos pantis de nailon y mis botas negras de caña alta preferidas, bajo un abrigo de lana del mismo color de la noche. Me alegré de que no lloviera, así podría mantener el rímel de las pestañas. Iba con bastante tiempo de antelación porque mi idea era colarme en el camerino de John para saludarlo, lo que cada vez era más difícil, no solo por los gorilas contratados por la banda y colocados bloqueando las posibles entradas y salidas, sino por la masa de fans enfebrecidas que de último solía agolparse en las cercanías del local donde tocaban con la esperanza de verlos llegar.

—Aquí es. Hemos llegado. Son tres chelines con cincuenta peniques, señorita —dijo el taxista llamando mi atención.

—¿Está usted seguro? —lo miré con cierta inquietud a la espera de confirmación. Aparte de nosotros, no había un alma en el oscuro callejón, al lado del cual nos habíamos detenido, ni siquiera un mísero gato buscando restos de comida entre la basura. Y mucho menos, fans enloquecidas o gorilas de seguridad—. ¿Ese es el club? —añadí, por si hubiera alguna duda, indicando con el dedo índice la única puerta de aquel desolado lugar, flanqueado por lo que parecía ser una especie de fábrica textil y un taller de reparación de vehículos, ambos con las puertas de seguridad bajadas.

—Sí, esta es la dirección, a menos que usted la tenga mal anotada. Mire, parece que hay luz, debe de haber alguien dentro. Llame y pregunte, no vaya a ser un club nocturno de esos.

¿De esos? Pagué al taxista el trayecto y me bajé, mirando con desconfianza la entrada del callejón y la puerta, forzando la vista en un intento vano por asegurarme que no hubiera alguien escondido en la oscuridad. Di un respingo cuando el taxista, a mi espalda y sin perder un segundo más, arrancó el vehículo y se perdió a lo lejos, imaginé que para tomar de nuevo Ann Street. No hacía demasiado frío, pero la humedad que sentía en los pulmones a causa de la cercanía del tortuoso río Lagan, me hacía agradecer la calidez del abrigo. Suspiré, me subí las solapas para cubrirme hasta la barbilla, y despacio recorrí los pocos metros que me separaban de aquella puerta aciaga. Era de metal, sin arañazos ni abolladuras, como si la hubieran colocado hacía poco, y en la mitad superior, una rendija, de apenas veinte centímetros por cinco, llamaba la atención por la luz que irradiaba de su interior. Salvo por aquella señal, nada indicaba que aquello fuera un local. Ningún cartel luminoso informaba de que, unas horas más tarde, los Beatles tocarían allí. ¿Sería un club clandestino donde jóvenes insurrectos bailaban y fumaban lejos de la censura? Quizá la invitación que llevaba era exclusiva de unos pocos elegidos por la banda. Aquel pensamiento me animó a llamar al timbre y aguardar a que abrieran la puerta, atenta a las voces que llegaban apagadas desde el otro lado. Al menos, había gente.

Enseguida, me encontré mirando a los ojos de alguien que, con voz cascada, me preguntó quién era y lo que deseaba.

—Soy Chloe Seymour, y tengo una invitación para ver a los Beatles —respondí, con incertidumbre en la voz—. ¿Es aquí?

Su respuesta se hizo esperar. Primero, escuché el desbloqueo de un cerrojo para acto seguido observar, con curiosidad, cómo la luz procedente de un pasillo interior se colaba por el hueco, cada vez mayor, que dejaba la puerta al abrirse.

—Pase —me invitó a entrar la misma voz de un hombre, de estatura media y anteojos de culo de botella, vestido con prendas oscuras en las que no me fijé bien—. Hay más invitados en la sala al final de este corredor. Por favor, sígame.

Cuando después dediqué tiempo a pensar en ello, reconocí que la situación era bastante surrealista. Pero, en aquel momento estaba tan ilusionada por ver a Jonny, que me lancé aliviada detrás de aquel hombre dando por hecho que aquello era un pub clandestino, que el concierto era solo para unos pocos privilegiados, y que quizá querrían testear con nosotros los que serían los temas del nuevo disco antes de que saliera al mercado. Esto te pasa por suponer demasiado, Chloe.

Recorrimos el angosto pasillo hasta terminar en una especie de salón rectangular, de dimensiones generosas, aunque no lo suficientes para una ocasional sala de conciertos de un pub. No había dispuesto una tarima que pudiera utilizarse a modo de escenario, ni una barra detrás de la cual pudieran ofrecerse bebidas. Lo que sí había en el centro de la habitación de paredes desnudas, era una mesa redonda de madera, tosca, en torno a la que tres personas, a cual más rara, descansaban en un par de sofás desde donde me miraban con curiosidad. Mi cara debió ser todo un poema cuando uno de ellos, el más cercano, un hombrecillo de metro setenta, robusto y de calva incipiente, con polainas y medias de lana gruesa, un chaquetón de borreguito y calzado de montaña, abrió la boca para dirigirse a mí en una lengua que, si no era gaélico antiguo por la pinta que llevaba, yo era la reina de Inglaterra.

¡Go hiontach ar fad! ¡Ach boireannach eile! —graznó, con ojos de orate, el hombrecillo, al mismo tiempo que se daba una palmada en el muslo. Aquel movimiento brusco emitió un desagradable efluvio que mi sensible olfato captó, de forma involuntaria, e identificó como una desagradable mezcla de olor a tierra, sudor y ganado ovejuno.

—¡What The Fuck! ¿No sabes inglés? —fueron las primeras palabras que logré verbalizar, sorprendida, ante tal cuadro—. ¿Vienes disfrazado al concierto o qué?

Sin esperar respuesta, desvié la atención hacia las otras dos personas que lo acompañaban. Una chica de cabello castaño oscuro, largo, de tez clara y hermosos ojos esmeraldas, que debía de tener menos de los treinta años que aparentaba por culpa de las horribles prendas conservadoras que vestía, de excelente calidad, muy del estilo de mi progenitora. Mientras la valoraba como una posible competidora por el amor de John, la tercera persona de la sala, otro hombre que fácilmente debía de superar el metro noventa de altura y desarrollada musculatura, se levantó de su asiento con la mano extendida para presentarse.

—Hola, soy Rory O’Neill, yo también acabo de llegar. ¿Y tú eres…? —dijo aquel Sansón, alzando la voz sin necesidad, mientras atrapaba mi mano y la sacudía, de forma ruda, con una sonrisa descarada a la espera de saber mi nombre. Parecía el típico irlandés rebelde, de cabello rojo fuego y rostro surcado con diversas cicatrices obtenidas, según deduje, en peleas de taberna que seguramente frecuentaba.

—Mi nombre es Chloe Seymour —mascullé, a causa del dolor que sentí cuando aquella manaza me apretujó los dedos—. Encantada de conocerte —siseé, haciendo hincapié en la «e» cuando por fin pude liberarme del mortal apretón de manos. Entre el fuerte olor a oveja trasquilada que se respiraba en el ambiente y el dolor latente en mi mano, creí que me desmayaría.

—Blevins Shepperd —se presentó el galés desde el mullido sofá levantando el dedo índice de la mano que segundos antes apoyaba sobre el muslo para dejarla caer, esta vez, sobre su vientre donde cruzó las manos en actitud de espera—. Vengo a comprar ovejas.

—Bueno, ya que os habéis presentado, lo lógico es que yo haga lo mismo. Me llamo Kendra Parnell —dijo la princesita con voz aniñada echando por tierra la falsa edad que su gusto en vestir indicaba—. ¿Y de qué concierto hablas? —añadió la morena arrugando la nariz, sin que yo estuviera muy segura de si aquel gesto se debía al desconocimiento del tema o al olor del montañés.

La conversación fue interrumpida por el desconocido de gafas, que entró en la sala empujando un carro sobre ruedas con diversas fuentes de alimentos y unas pintas de cerveza.

—Aquí traigo un pequeño refrigerio, así la espera se les hará más corta. Cuando lleguen el resto de los invitados, bajaremos al sótano donde tenemos ya todo dispuesto para disfrutar de una estupenda velada —nos informó mientras nos tendía a cada uno, una de las pintas y tomaba para sí otra—. Y ahora brindemos: ¡Por Irlanda!

El galés fumeta, que por lo visto algo de inglés sabía, ahora sí se levantó para izar su pinta con una sonrisa genuina asomando entre la barba. La chica que se presentó como Kendra, también abandonó el sillón para acercarse a nosotros y brindar. Yo, me dejé llevar; apenas podía tragar saliva. Necesitaba aquella bebida, y a la mierda si brindaba por Irlanda o por el Liverpool.

—¡Por Irlanda! —gritamos al unísono para, a continuación, dar un trago de nuestras pintas. El líquido oscuro, servido no demasiado frío, me calentó la garganta y atemperó el desconcierto que sentía desde que entré en aquella sala. «¡Ovejas! A saber qué habían fumado antes de que yo llegara», pensé mirando de reojo al garrulo que, inclinado sobre el carro, intentaba alcanzar una segunda pinta.

—De nuevo, ¡por Irlanda! —animó en esta ocasión el hombretón llamado Rory, alzando su mano.

—¡Por Irlanda!

—¡Por Irlanda! ¡Más Éire!

Eso fue lo último que recordaba antes de despertar en aquella sala con la vista en el cuerpo desmadejado de nuestro anfitrión, sentado en el suelo, con la cabeza apoyada sobre la pared en un ángulo imposible y su camisa blanca empapada de sangre. La misma que parecía teñir de marrón mi sexy suéter verde.

Sacudí la cabeza para obligarme a pensar en otra cosa que no fuera la pesadilla en la que me vi inmersa en Belfast y, entonces, volví a tomar consciencia de la presencia policial junto a la casa de mi querida madre y su esposo, ambos de camino a la morgue en una ambulancia para su autopsia. Estaba claro que no podía continuar así; había perdido el control y los cadáveres empezaban a amontonarse. ¿Quién me iba a asegurar que la próxima víctima no sería una niña petulante, pero niña al fin y al cabo? Una niña respondona, en compañía de su dulce abuelita, que tuviera la mala suerte de que su berrinche no hubiera escapado de oídos ajenos: los míos. Porque esa era otra: desde que abandoné aquel club irlandés parecía que mi oído había mejorado y ahora captaba sonidos que antes me pasaban desapercibidos.

Permanecí allí hasta que el último coche de policía abandonó el lugar, tras dejar acordonada la zona y dejar apostado a un agente junto a la puerta principal de la vivienda. No podía arriesgarme a subir de nuevo por la celosía hasta la ventana de mi dormitorio para descansar; además, sería de muy mal gusto. De un salto limpio, aterricé sobre mis pies en la acera húmeda y eché a correr en dirección contraria para buscar un refugio antes de que amaneciera.

—¡Guapa! —gritó un vagabundo cuando pasé por su lado, rauda como una bala.

—¡Borracho! —respondí, sin molestarme en girar la cabeza hacia aquel desgraciado ni de aminorar el paso, con el hatillo de ropa sucia bajo el brazo. Crucé corriendo la calle, varios números más arriba, y aun así pude escuchar las palabras que a continuación me dirigió, y que lograron que mi mal genio alcanzase nuevas cotas jamás vistas por quienes me conocían.

—¡Haz el amor, no la guerra! ¿Es que acaso no te suena? ¡Ven y toma un tripi conmigo, rubia!

¡Pero qué demonios! Como si ahora tuviera tiempo de pensar en esas cosas. —Y eso mismo te ha salvado la vida, flipado, la hora que es —murmuré, mientras echaba un vistazo al reloj de pulsera que me regaló la abuela Mary por mi decimoquinto cumpleaños, el último que pasamos juntas. Entonces, caí en la cuenta de las palabras que había murmurado. Decidido. Mañana, cuando despierte, haré las gestiones correspondientes para regresar a Belfast y acudir al punto de reunión acordado con aquel variopinto grupo de personas, seguro que tan perdidas como yo. Y que Dios nos proteja.

Mi risa desquiciada desgarró el manto de silencio de la noche.

—¿Desde cuándo creo en Dios? —rezongué, hastiada, sin dejar de correr y buscando con la mirada un lugar donde poder deshacerme de las pruebas condenatorias que llevaba.

Escrito por

Viajar, es mi pasión. La lectura, mi adicción. El café y el chocolate, mi sostén. Familia y amigos, mi conexión a tierra.

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