
Nací a finales de 1942, en Gales, Gran Bretaña, en la magnífica casa de retiro que levantaron mis abuelos, junto a la costa norte, gracias a los beneficios procedentes de la fábrica de hierro y acero en Middlesbrough que heredó mi abuelo de su padre. Y este, a su vez, de su progenitor. Y este, del suyo. Y así no sé cuántas generaciones atrás. Un legado familiar que años más tarde heredaría también mi padre.
Entre septiembre de 1940 y mayo de 1941 no solo Londres fue objeto de intensos bombardeos nazis. Hasta 1942, asimismo lo fue Middlesbrough por ser puerto importante y porque concentraba las principales industrias siderúrgicas del país. Durante la Segunda Guerra Mundial las fábricas trabajaban a pleno rendimiento para cubrir las necesidades de nuestro ejército. Este fue el motivo por el que mi padre, aún joven, no se unió a la guerra, puesto que alguien de arriba consideró que ayudaría a salvar más vidas dirigiendo la fábrica para garantizar el suministro de material militar a la muerte de mi abuelo.
Cuando era niña me fascinaba escuchar a mi padre contar anécdotas vividas por conocidos y allegados durante esos años de solidaridad, incertidumbre y miedo; sobre todo miedo. Algunas de ellas me parecían verdaderos actos de valentía y patriotismo como la que se convirtió en mi preferida: la de un vecino que mató con un cuchillo de cocina a un piloto de la Luftwaffe al descubrirlo intentando ocultarse en su granero —tras tirarse en paracaídas para salvar su vida—, cuando su avión fue derribado mientras sobrevolaba la ciudad. El hombre decía que no podía parar. Era ya cadáver y aún seguía clavándole una y otra vez el cuchillo. Me imaginaba a mí misma en esa situación, pura excitación y adrenalina, y sonreía.
Lo que ya no podía imaginarme era cómo habían conseguido mis progenitores sacar tiempo para engendrarme. Mi madre, por cuestiones de seguridad, con mi abuela en Gales, escuchando a todas horas la única emisora de radio que podía sintonizarse mientras rezaba porque nuestro vecindario y, por ende, nuestra casa en Middlesbroug siguieran en pie. Mi padre haciendo vida en el despacho de la siderúrgica y robando horas al sueño para cumplir en plazo la ingente demanda de material. Cuando era adolescente me preguntaba si no fui el resultado de un calentón desesperado en uno de los escasos viajes que hizo él para visitarla, o si nací de una infidelidad consentida. Lo que hacía cuestionarme mi origen eran las repetidas quejas de mi madre de lo exhausto que siempre estaba y del tiempo que dedicaba a dormir, y que viajar en aquel entonces sería misión imposible cuando gran parte de las vías de ferrocarril habían saltado por los aires. En las ocasiones en que intentaba indagar en ese tema, él hábilmente esquivaba mis preguntas y desviaba la incómoda conversación por otros derroteros. Su paciencia y serenidad contrastaban con los estallidos de mal genio que me daban, los cuales comparaba mi madre con los relámpagos que parecían iluminar el cielo en aquellos bombardeos nocturnos.
Bueno, quizá yo sea un poquito beligerante, ¿y qué?
Beligerante, impulsiva, posesiva, de mal genio y vengativa.
En mi defensa he de decir que motivos no me faltan…
Primero. No soy hija única; mi hermano Alfred, 12 años mayor, ya trabaja aprendiendo el oficio en la compañía cuya titularidad pasará algún día a su nombre. A mí ni se me ha considerado. ¡Qué injusticia! ¿No deberíamos tener los mismos derechos? Estamos a mediados de los años sesenta y, aunque parezca mentira, todavía vivimos en una sociedad patriarcal que relega a las mujeres a ser complacientes esposas, madres y perfectas amas de casa. Sin embargo, esto va a cambiar. Cada vez somos más las féminas que estamos dispuestas a luchar por nuestra libertad económica, social y psicológica, por la igualdad de la mujer. Más quienes deseamos dejar de sentirnos ciudadanos de segunda clase. ¡Abajo el sistema patriarcal! Y dejen paso a una nueva mujer, libre, intelectual, independiente, capacitada para ocupar puestos de responsabilidad en las empresas. Y esa libertad también incluye hacer con nuestro cuerpo lo que queramos. Mostrar de él lo que nos haga sentir atractivas, así que ¡arriba la minifalda! ¡Enseñemos las piernas y que rabien, puritanos y retrógrados! ¡Las mujeres no somos máquinas de engendrar! Queremos disfrutar del sexo, porque sí, porque nos da la gana. Porque me da la gana…
Segundo. Estudio Ciencias Políticas en la London University, una de las pocas elecciones de mi vida después de que mis padres se separasen hará cosa de cinco años. Mi madre no tardó mucho en volver a casarse, esta vez con un hombre de naturaleza sibilina y sonrisa falsa cuya mirada de deseo me eriza la piel. Da igual que ella esté presente; sabe que el amor la ciega. Aunque el cabrón tampoco puede ver las imágenes que recreo en mi cabeza cuando sus dedos se deslizan sutilmente por mi brazo al saludarme o al detenerse más tiempo del necesario al final de mi espalda.
Durante las vacaciones alterno las semanas entre la casa de Middlesbroug —renovada después de la guerra y actual morada de los acaudalados hombres de la familia Seymour, el apellido familiar—, y la distinguida casa que mi madre y su recién estrenado marido poseen en el elegante barrio de Chelsea, aquí en Londres. Tengo que confesar que detesto la vida que lleva mi madre y sus reuniones de té con las amigas, pero más aún que use su delicado corazón como instrumento para cortar las discusiones que tenemos. Considera que soy una chabacana de escasa moral y peores modales y que me irá mal en la vida; que usar vestidos y faldas por encima de la rodilla es indecente e impropio de señoritas. ¡Qué risa me da escucharla! Mi padrastro asiente para complacerle, pero a mí no me engaña; esa mirada obscena no puede dejar de resbalar por mis piernas. ¡Qué asco! ¡Cuánto deseo marcar su anodino rostro con mis uñas!
A pesar de que vivo en la misma ciudad que ellos, la mayor parte del año la paso en la residencia estudiantil, junto a la Universidad, cuyos gastos paga mi padre como administrador del fideicomiso que administra en mi nombre y que heredé de mi abuela paterna, Mary. En la lectura de su testamento descubrí que la compañía seguía en manos de mi padre y hermano, pero con la casa de Gales y unos miles de libras en fideicomiso hasta que cumpla los 25 años, me brindaba la oportunidad que ella nunca tuvo de escribir un futuro diferente al de abnegada esposa y madre. Oportunidad que no pienso desaprovechar.
Pero si quiero tener un futuro diferente, hay que cambiar el presente y luchar contra el sistema opresor actual. Cuando entré en la Universidad, ya se mascaban aires de revolución procedentes de EE. UU. En los debates políticos y sociales en los que me enzarzaba con mis compañeros en la cafetería del Campus o en alguna habitación de la residencia, el humo de los cigarrillos y algo más nos envolvía, y el alcohol nos hacía hablar más de la cuenta y despotricar contra las formas puritanas de pensar y de vivir, los convencionalismos sociales, las armas nucleares, el racismo, el poder político imperante y hasta la intervención militar del gobierno estadounidense en Vietnam. Este último era un tema recurrente en nuestras reuniones estudiantiles. Las imágenes de civiles vietnamitas heridos huyendo sin nada de la guerra, las miradas perdidas, los niños llorando, solos, buscando a sus madres, … era horrible. Y los medios de comunicación se hacían eco de su sufrimiento, alimentaban el fuego de nuestros debates. La indignación que sentíamos era enorme y parecía crecer y crecer y contagiarse entre los estudiantes de todas las universidades de Gran Bretaña. ¿Cómo podía esta sociedad dar la espalda a lo que ocurría en Vietnam? ¿Cómo podía mi madre, y gente como ella, seguir imperturbables con sus reuniones de té criticando a tal o cual, y pensando solo en sus provisiones materiales y superfluas cuando había personas en el mundo que sufrían de hambre, soledad, cuando no morían?
Teníamos que hacer algo. Y lo hicimos. Solo faltaba prender la chispa, y ocurrió. Primero prendió en EE. UU., protestas masivas contra la guerra de Vietnam que han tenido eco en Gran Bretaña. Empecé a asistir a todas las manifestaciones estudiantiles que se convocaban en Londres, a hacer pancartas de “haz el amor, no la guerra” y otros lemas adornados con una flor amarilla. El movimiento hippie estadounidense ha llegado aquí, como no podía ser de otra manera. Chicos y chicas deambulan por el Campus cogidos de la mano, en sus caras una sonrisa tonta, aniñada, y el arcoíris reflejado en sus ojos. Y aquí sigo, y ya es mi último año de carrera. He de decir que nunca me he sentido más viva que cuando grito, entre una masa juvenil furibunda, mensajes antisistema dando así voz a los oprimidos, a los explotados, a los marginados, a los pobres, a los que sufren. Es raro el mes en que no haya convocada una marcha a favor de la libertad, y ahí estoy yo. Mi abuela estaría orgullosa; estoy luchando también por mi futuro.
Me encanta la música. Una noche, uno de mis amigos nos habló de una banda de rock que iba a tocar en un pub próximo, y hasta allí nos acercamos para comprobar si eran tan buenos como aseguraba. Fue cuando conocí a John Lennon, guitarrista y vocalista de los Beatles, a raíz de que nuestras miradas se cruzasen por casualidad mientras tocaban ‘Love me do’. En ese mismo instante, me enamoré. Al bajar del escenario fue a mi encuentro y al presentarse con una sonrisa algo hizo clic en mi cabeza; al menos, eso pensé. Unas letras y unos sueños compartidos, y ya me considero una fanática amante de su música. Ha pasado tiempo desde entonces y ahora hay miles de fans por todo el mundo que van a sus conciertos, gritan las letras de sus canciones y hasta se desmayan. Siempre que están en Gran Bretaña hago lo que sea por ir a verlos. No deseo más que escucharlos, llenarme con el espíritu que impregnan esos versos revolucionarios que cortan como cuchillos a nuestros gobernantes y, claro está, colarme en su camerino para abrazar a mi querido John y ponernos al día. ¡Y que se olviden esas frescas de meterse en la cama con él! ¡John es mío!
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La oscuridad de la noche me envuelve y a pesar de estar muerta tengo frío. He hecho algo horrible, pero no lo lamento. Y ahí reside el problema. He intentado llevar la vida que llevaba antes, hacer las mismas cosas que hacía para así pasar desapercibida. Por eso, decidí hacer de tripas corazón y acercarme a la casa de mi madre al caer las nueve. El sol hacía rato que se había ocultado y pensé en entrar directamente a mi habitación escalando la celosía hasta mi ventana para no despertarlos. Mala decisión. Al encaramarme descubrí a mi padrastro oliendo mi ropa interior y masturbándose sobre mi cama. El odio que expulsó el volcán en mi interior me llenó, la sed de sangre me cegó y en pocos segundos me encontré succionando su aorta hasta dejarlo seco. Estaba relamiéndome cuando me volví, aún sentada sobre su cadáver, hacia el grito que sonó desde la puerta. Mi madre me miraba desde el umbral, horrorizada, con la mano aferrada al pomo de la puerta sin dar crédito a lo que veía.
—¡Tú…!
No terminó la frase. Cayó al suelo con su mano ahora en el pecho mientras su último suspiro la abandonaba. No pude hacer nada. Al final era cierto que tenía el corazón débil.