
A las 5:30 a.m. me desperté, tal y como estoy acostumbrada, con el O Fortuna de Carmina Burana, del compositor ruso Carl Orff. No es solo porque me guste; hasta la fecha, no he hallado un tono de alarma más eficaz para despertar a la vida que esta poderosa combinación de voces e instrumentos de percusión. Esta mañana partía de viaje hacia San Sebastián y lo último que deseaba era correr por los pasillos del aeropuerto madrileño o perder el vuelo programado para despegar dos horas y media más tarde.
Con un ojo abierto y el otro cerrado, retiré a patadas la sábana que me tenía atrapada y, sin levantarme, alcancé con la mano el móvil que descansaba sobre la mesilla de noche para desconectar la alarma. Disponía de media hora más antes de que sonara por segunda vez, a modo de seguro, incluso una tercera, a las 6:30 a.m. Esta práctica recurrente de poner hasta tres alarmas separadas en intervalos de media hora, adquirida en los últimos meses, cabrea lo indecible a mi hermano, cuya habitación está frente a la mía, pues la música es tan mágica que consigue despertarlo, también. La verdad, no sé de qué se queja tanto si después vuelve a dormirse. Yo no era tan afortunada, solo tenía unos minutos para, acurrucada, abrazar la almohada con los ojos cerrados y disfrutar un poco más de la cama mientras hacía volar mi imaginación. Y entonces nos vi… sentados en una terraza de verano sin nombre, miradas reveladoras y sonrisas cómplices, y mi dedo avanzando por tu pecho hacia la ciudad del deseo.
Con la segunda alarma, no me quedó más remedio que interrumpir mi ensoñación, levantarme y bajar de puntillas a la cocina, tableta en mano, a tomar un café, o quizá dos, para terminar de espabilarme. Estaba disfrutando de este mientras miraba vídeos musicales con el volumen bajo, cuando escuché por tercera vez el coro de voces de O Fortuna desvirtuadas por la exclamación malhumorada de mi hermano: «¡Joder, niña! ¿Aún no te has levantado?».
Y el consejo apremiante que vino de la habitación de mis padres, cuando me lancé escaleras arriba para desconectar la alarma. «Annie, no salgas tarde. ¿Has pedido ya el taxi?».
¡Hala! Todos despiertos. Lo que no consiga Carl Orff con esta cantata, no lo consigue nadie.
—No, papá. Cuando termine de vestirme, lo pido —le tranquilicé mientras me aseguraba de que la alarma no volviera a sonar.
Bajé de nuevo a la cocina y terminé de desayunar. Aunque disponía de tiempo suficiente, con mis padres ya despiertos lo mejor era apresurarse y salir hacia el aeropuerto o no tardaría en escuchar una retahíla de «venga, date prisa» de mi progenitor. Cuando estuve lista, descubrí que un taxi me esperaba ya en la puerta por cortesía de mi impaciente padre.
Poco tiempo después, habíamos embarcado y partíamos hacia el aeropuerto de San Sebastián, a la hora prevista, en un avión de juguete con asientos numerados en sentido vicevérsico. A pesar de ello, estaba convencida de que Murphy se había marchado de vacaciones cuando, a punto de aterrizar, el piloto tuvo la gentileza de informarnos que no podría hacerlo por falta de visibilidad debido a la existencia de bruma en Fuenterrabía, municipio donde se encuentra el aeropuerto de la ciudad a la que me dirigía, y que tendríamos que cambiar de rumbo y aterrizar en Pamplona, donde la compañía dispondría de un autobús para trasladarnos a San Sebastián.
El sopor en el que había caído al inicio del vuelo se me quitó al instante al sentir en mi estómago el viraje del avión cuando inclinó las alas en la nueva dirección. Me aferré a los brazos del asiento y cerré los ojos intentando pensar en otra cosa, por ejemplo, qué iba a hacer en Pamplona cuando me esperaban para recogerme en el aeropuerto de San Sebastián a eso de las 9:20 h.
—¡Ya voy tarde! —escucho quejarse al hombre de negocios sentado en el asiento de al lado—. Este piloto no debe de haber nacido en el País Vasco, o aterrizaría con bruma o sin ella.
¡Cuánta sabiduría encerrada en aquellas pocas palabras! Poned a un vasco o a una fémina de esta región en vuestra vida, y lo que en un principio podría parecer imposible, será realizable por cojones. Los suyos.
—¿Tiene idea de cuánto tardaremos en llegar a San Sebastián? —le pregunté sin conocer la distancia por carretera entre ambas localidades y con la esperanza de poder trazar un plan de acción que me permitiera estar presente en la reunión fijada a las 11:00 h.
—Con suerte, llegaremos a eso de las 11:30 —me respondió muy amable.
Pero qué cabrito es este Murphy, haciéndome creer que me había dado un respiro. De verdad que hay cosas que no puedo entender. Miré por la ventanilla y hacía un sol que auguraba más de treinta grados a la sombra, de modo que ¿bruma? Ni que estuviéramos en Ruanda. España azotada por una ola de calor y resulta que, en un municipio, una supuesta bruma impedía el aterrizaje del avión. Y en invierno, ¿cómo aterrizan los vuelos en Austria o Alemania? ¿Qué tienen ellos que no tengamos nosotros?
Tomamos tierra en Pamplona media hora más tarde. El autobús no había llegado aún, de modo que los pasajeros más impacientes se pusieron a tomar el sol en la fila de taxis. Y al acercarme y preguntar, apenas podía creer que esta bella ciudad, que acogía a miles de visitantes por Sanfermines, tuviera los taxis contados como me dijeron. ¡Olé ahí! Desesperada, llamé para avisar del incidente y pedir instrucciones.
Tras varias llamadas y minutos de espera, me animaron a pasar del autobús y a desplazarme en taxi hasta las oficinas donde se celebraría la reunión. En una hora podría estar allí, tarde, a pesar del madrugón para coger el primer vuelo, pero llegaría. Ya me imaginaba el pitorreo cuando se lo contase al día siguiente a Adrián. Suspiré resignada, e intenté ver el lado positivo de sumarme a los que estaban torrándose al sol a la espera de beneficiarse de un servicio público que dejaba mucho que desear. No lo logré.
Cuando por fin me presenté en la reunión, estaba acalorada, cansada y sedienta. De hecho, ahora que estoy relajada en la piscina de casa, solo con esfuerzo puedo recordar lo que allí se habló. En cambio, lo bien que me supo la cerveza fría con la que celebramos los acuerdos de la mañana en una terraza a la sombra, junto al paseo marítimo, no me supone ningún problema.
Con este calor, cerrar los ojos y flotar en agua fría es disfrutar de un trocito de cielo; es aparcar las preocupaciones, reírse de los contratiempos y apreciar lo bueno de la vida. En este instante, no hay jefes manipuladores, ni trabajo ni plazos de entrega, y mejor no dedicar un pensamiento a las relaciones fallidas.
Quizá solo uno. Se acabaron las ensoñaciones tontas. Se acabó guardar lealtad a un fantasma que no solo menospreciaba la muestra de confianza que le había dado, mi yo más vulnerable, sino que aprovechaba las confidencias susurradas al oído para ahora apuñalarme. Lo que fuera que tuviéramos ya no existe, tenía que asumirlo, la decepción y las heridas nos habían convertido en dos extraños con el silencio por bandera. La razón me lo decía desde hacía varias semanas y mi corazón lo tenía que aprender, pues era imposible aceptar su última demanda, arrojada en mi cara con aire de superioridad y a costa de la promesa de amistad que una vez me hizo, sin traicionarme a mí misma.
Todo tiene un límite. Había dejado a un lado mi orgullo, luchado y perdido ante un valenciano que resultó ser un auténtico capullo. «Supéralo, Annie», me repetiría, en adelante, cuando sus fotos, los mensajes intercambiados o mi traicionera imaginación me hicieran trastabillar por la senda del olvido.
¿Y no dicen que un clavo saca a otro clavo? No por despecho, sino porque ambos tenemos derecho a buscar la felicidad con otra persona. Cambiar de rumbo, como el piloto esta mañana, en mi caso, con destino a alguien que me ayude a resetear el pasado, a vencer los miedos con abrazos, que vea la magia de intentar coger la luna y de bailar bajo la lluvia.
Con la resolución tomada de repente me sentí imparable, estado que se acentuó cuando caí en la cuenta de que al día siguiente era viernes y que había quedado con los amigos de la universidad para bañarnos y cenar en casa de Jaime.
Jaime…
Salí del agua y me envolví a la toalla que había dejado antes sobre una silla. Escurrí el agua de mi pelo y, mientras lo desenredaba con un cepillo, evoqué la forma en que había terminado nuestro último desafío. Aquello me hizo ser consciente de la energía nerviosa que recorría mi cuerpo, como si miles de voltios me impulsaran a gritar, bailar, correr, escapar de mi propia piel. Había pasado demasiado tiempo y ahora me excitaba solo de pensar en liberar esa parte oscura de mí que disfrutaba con el sexo desenfrenado, incluso violento; un demonio hecho mujer que le gustaba tener el control del placer de su pareja. Y este fin de semana iba a hacerlo.
Este fin de semana iba a poner a alguien a mis pies y ya sabía a quién.