
No sé por qué di por supuesto que recibir excelentes noticias en el trabajo era señal de que tendría un buen día. Me puse tan eufórica que al coger el móvil no advertí que mis dedos pulsaron su nombre. ¿Me traicionó el subconsciente o fue un mero error debido a la casualidad de que su apellido figure en mi lista de contactos justo después de aquel con quien pretendía hablar?
Y charlamos, al fin y al cabo ahora nos llamamos amigos. Pero bastaron unos pocos minutos de conversación para que el dolor se fugase de su celda y se expandiera dentro de mí, desalojando de cualquier resquicio la alegría que antes sentía. ¿El detonante? Una pregunta que disparó las luces rojas de alerta al no encontrarla sentido. Y volví a fallar. En un examen de confianza, suspendo; es mi sino. ¡Y a la mierda! Otra mañana productiva en el trabajo que se fue por el retrete.
Ignoro cuántas veces tendré que escuchar de quien hoy más quiero, de quien hasta hace un mes pensaba que compartiría mi vida y mis sueños, cuánto le he fallado; cómo le han decepcionado mi actitud y mis reservas. Y la amargura que destilan sus palabras me hace más y más pequeña; me atormenta. Intento que comprenda sin exponerme demasiado y el esfuerzo es vano; el daño hace estragos y para él no hay nada que justifique mis acciones. Quizá no lo haya. Lo tengo asumido y a estas alturas carece de lógica compartir con él la carga que llevo a la espalda, lo que me avergüenza y guardo con recelo.
Al anochecer salgo a correr por la urbanización, a esas horas apenas transitada. En ocasiones, se escuchan algunas trompetas procedentes de las viviendas unifamiliares cuyos residentes celebran los goles del partido de fútbol que se juega. Son raros los vehículos que circulan por aquí, si no es algún autobús que pasa de largo ante las paradas vacías ubicadas en las calles arboladas. De modo que mis pies devoran metros y metros por el centro de la calzada, como un pequeño recordatorio del lugar al que pertenezco: a esa tierra de nadie. Soy una impostora entre la gente que ocupa la acera de la derecha, y entre aquellos que caminan por la otra, la izquierda.
En mi cabeza se reproduce una y otra vez la conversación de la mañana. Lo que dijo él, lo que argüí yo. Es la maldición de las personas analíticas: lo cuestionan todo; lo que una vez fueron certezas, ahora son incertidumbres. No me importa lo que la gente de su entorno considere de mí, no me conocen ni los conozco, pero me engaño al decirme que tampoco me afecta lo que él piense de mí.
Antes de llegar a casa sucumbo al deseo de llamarlo, porque quiero que esté bien, porque en el fondo sí me importa lo que piense. Y de nuevo, me someto de manera voluntaria a la tortura. Al dolor de escucharlo. Aguanto callada todos los reproches ya conocidos, mil veces discutidos, es lo menos que puedo hacer cuando me guardo palabras dentro. Y mi castigo.
Soy como el protagonista de la película «Atrapado en el tiempo», salvo que es aquel fin de semana el que vivo de forma repetida, en mi mente, en lugar del Día de la Marmota. La disputa con mis padres, los secretos que nunca imaginé expuestos a gritos por mi culpa, la huida, mi relación con Sonia —que tuvo que elegir el peor momento para enfrentarse a mí—, y un encuentro acordado con él. ¡Ah! Y mis miedos, mis muchos miedos…
Imagino pequeñas variantes a los hechos que acaecieron. Sin sacar a la luz las vergüenzas y los secretos que hieren, el resultado de la ecuación es la pérdida. La mía.
Idiota aquel que crea que el amor todo lo puede.