Sorpresa en la oficina

No entiendo qué pasa en mi cabeza. Quiero pensar que han sido todos estos días de fiesta los que han hecho que vaya a la estación de Atocha, en Madrid, para tomar un tren AVE a Alicante, a la hora correcta, pero en la fecha equivocada. En el control de policía se han fijado y me han advertido del error: mi billete era para mañana, no para hoy.

Por una vez que no tuve que correr para tomar un tren, me ocurre esto. Apurada, salí apresurada para tomar un taxi que me llevara a la oficina. Por supuesto, llegaría tarde, así que asumí que tendría que alargar mi jornada laboral. Lo peor fue que, una vez allí, tuve que pasarme por el despacho de mi jefe para dar las explicaciones oportunas, avergonzada, bajo su mirada crítica.

Cuando cerré aquella puerta, no me encontraba del mejor talante; de hecho, tenía ganas de morder algo o a alguien cuando me encaminé hacia el habitáculo que comparto con mi compañero de proyectos, Adrián.

Al principio, estaba tan absorta rememorando el mal trago por el que había pasado, como un autómata buscando una percha para colgar el bolso y la chaqueta, que no me fijé. Ni siquiera levanté la vista cuando lo saludé, como cada mañana, con un «hola, ¿qué tal?». Fue cuando escuché el sonido de su carcajada, mientras me acomodaba en la silla y encendía el ordenador, que lo miré furibunda dispuesta a pagar con él mi frustración.

—¿Y tú de qué te ríes? —le solté, si bien tardé cero coma dos nanosegundos en absorber que Adrián se había dejado barba y ¡joder!, los pensamientos hostiles que albergaba se desvanecieron a saber en qué agujero negro de mi cerebro y mi tono bajó varias octavas cuando, sin perder el ritmo, opté por tomarle el pelo—: ¡Eh! ¿Has talado muchos árboles durante este puente? ¿O se te estropeó la máquina de afeitar? —terminé con una sonrisa.

—¡Qué graciosa! Solo es pereza, pero me han dicho que me favorece, así que de momento esta se queda —respondió atusándose la barba—. ¿A ti qué te parece? ¿Y se puede saber por qué llegas tarde? ¿Qué te ha pasado esta vez?

No iba a reconocer en voz alta lo bien que le quedaba. Tampoco me resultaba fácil explicar que me había confundido de fecha (una confusión más en mi lista de desastres), por la imagen que proyectaba. Aunque en teoría, debería de darme igual. ¿O no? Lo cierto es que, desde que descubrí sus sentimientos hacia mí, la semana pasada, mi actitud por lo habitual desenfadada ha dado paso a otra más precavida y reticente. Soy más consciente de los gestos que hago y dejo de hacer; también, de los suyos. El otro día, se sentó junto a mí para revisar las hojas Excel y comentar los rendimientos obtenidos al introducir equipos de selección automáticos en una planta de tratamiento de residuos. En un momento dado, al repasar las operaciones tras los datos mostrados en las celdas de la hoja de cálculo, se giró para hablarme y expulsó su aliento en mi oído, lo que me erizó la piel, demasiado sensible. De un respingo me aparté y, para disimular, me puse a buscar un informe inexistente en los documentos apilados sobre la mesa. Creo que no se dio cuenta de lo nerviosa que me puse porque no dejó de hablar, pero mi mente estaba ya muy lejos de aquellos rendimientos.

«Estupendo, nuestra camaradería hace aguas porque yo no sé cómo comportarme», pensé. Llegados a este punto, estiré la espalda, levanté la barbilla y le conté mi último despiste, resignada a ser objeto de sus bromas durante el resto del día. Sí, porque entre las virtudes que adornan a mi compañero, se incluye la facilidad que tiene en sacarme de quicio. Es como la gota malaya: no cesa. Estaba segura que haría alusión a mi desacierto en el café, en el almuerzo…, y me consideraría afortunada si no le escuchase tararear la banda sonora de la saga Misión imposible durante la jornada.

—Eres una cabezota. ¿Por qué no sincronizas, como te dije, la agenda del ordenador con el móvil? Hasta podrías poner alarmas y …

No escuché más. Con el codo apoyado sobre la mesa y la barbilla enmarcada entre los dedos índice y pulgar de su mano derecha, en actitud pensativa, perdí el hilo de sus palabras con el constante movimiento de aquel pulgar desde el mentón a la mejilla. Me entraron unas ganas enormes de acariciarle el rostro. «¿Sería suave o rasparía? Al besar, ¿dejaría la cara irritada? ¿Y quién le habrá dicho que le favorece? Nunca me ha hablado de nadie en especial… Pero, ¡cómo me va a hablar!, si se supone que le gusto y no he hecho nada al respecto…», de nuevo, mis pensamientos navegando por otra órbita a la velocidad de la luz.

Volví a Tierra cuando chasqueó los dedos delante de mis ojos para llamar mi atención.

—Annie, no me escuchas. Dime en qué estabas pensando ahora mismo —me preguntó, curioso, con la vista fija en mí.

—En nada —respondí, tras ser pillada en falta. «¿Cómo voy a decirle en qué estaba pensando? ¿Está loco?».

—¡Qué mentirosa! ¡Te has puesto colorada! —y se echó a reír.

—En nada importante —repliqué, intentando ajustarme a la verdad—. Y tápate la boca, por Dios, que nos van a llamar la atención —le regañé, deseando no tener que ser amonestada de nuevo.

«Quizá se la debería tapar yo. Como siga riéndose de mí, juro que voy para allá y le agarro con fuerza del pelo, para echarle la cabeza hacia atrás y morder su boca. ¡Y a la mierda la excusa de que trabajamos en la misma empresa!»Mi imaginación empezó a recrear la escena en mi mente, y hasta me imaginé susurrándole al oído: ¿Qué? ¿Ya no te ríes?

—Voy a tomarme un café. Ahora vengo —me puse en pie, y me precipité hacia el pasillo en busca de la máquina de vending, asustada de la sucesión de imágenes que recreaba mi imaginación.

Con el vaso de aquel sustituto de café entre las manos, apoyé la espalda en la pared y doblé las piernas hasta sentarme en el suelo. «Adrián no es él, Annie. No es él.  Seguro que se acojona si le permites alunizar en tu cara oculta», me decía mi Pepito Grillo particular. «¿Estás dispuesta a asumir las consecuencias? ¿A pagar el precio?».

De sobra conocía la respuesta a esas preguntas. Ni siquiera sé por qué me lo estaba planteando. Creí haber aceptado que seguiría sola, entre amistades y ausencias, antes de probar de nuevo a saltar las vallas del miedo. Tenía que hacer algo para librarme de este estado de agitación o podría cometer una locura de la que me arrepintiese después, como volver a caer en brazos de mi ex o, peor, comenzar una relación con alguien que apreciaba sin estar preparada.

Saqué el móvil del bolsillo y marqué el teléfono de Sonia.

—Niña, ¿tienes algún plan para el sábado?

Escrito por

Viajar, es mi pasión. La lectura, mi adicción. El café y el chocolate, mi sostén. Familia y amigos, mi conexión a tierra.

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