Secretos no compartidos

Sin duda, la estancia más fresca de la casa de mis padres es el sótano. La penumbra reina en sus rincones, y el color del trigo de las paredes no logra contrarrestar la resistencia de la luz a colarse entre las lamas de aluminio de las persianas que visten sus ventanas. Dicho sea de paso, tampoco hacía nada por aliviar la ansiedad que anidaba en mí esta tarde, de ahí que decidiese salir a correr, aunque pronto oscureciera.

Cuando compraron la vivienda, mis padres decidieron habilitar un salón-comedor en él y utilizarlo como lugar de celebración de reuniones y fiestas con familia y amigos, de modo que encargaron construir una barra de bar, preciosa, con estantes de cristal y halógenos empotrados en el revestimiento de madera, a juego con una mesa de nogal en la que se puede acomodar, si se extiende, a una veintena de invitados. En un rincón, un sillón orejero reclinable, donde a mi madre le encanta disfrutar de una siesta en días de verano, junto a una pequeña mesa camilla. Al otro lado de las escaleras, la estancia se comunica con el cuarto de la plancha —donde se localiza la lavadora y la secadora— y un baño anexo a éste.

Había bajado unos minutos antes buscando a mi madre, porque quería que supiera que me iba. Sentada en aquel sillón, sus manos se deslizaban ágiles entre impolutos calcetines, camisetas y elementos de ropa interior. Observé su rostro y enseguida supe que no estaba concentrada en la pila de prendas dobladas que iba creciendo a su lado, sobre la mesita; tan abstraída, que ni siquiera me había oído bajar. Me senté resignada en un peldaño de la escalera y me incliné para calzarme las zapatillas de running que llevaba en la mano: —Mamá, voy a salir —le advertí, mirándole de soslayo. Y aguardé.

No me equivoqué. Tal y como había imaginado, su pregunta no se hizo esperar: —¿Se lo contaste, Annie? ¿Fue por eso?

¡Hala, directa a la yugular! Me negué a levantar la vista, deseando que mis dedos temblorosos obedecieran para terminar de ajustar en zigzag los cordones de una de las deportivas. Podía notar el láser de su mirada en mi cerebelo, la parte del cerebro responsable de la coordinación del movimiento y quizá la razón de que todavía no hubiera podido atarme aquellos con una lazada de doble nudo. No respondí hasta asegurarme de que mi voz sonase controlada, con el fin de disimular lo difícil que me resultaba hablar de ello.

—No, mamá. Nunca llegué a confesárselo; menos mal, porque estoy segura que jamás lo hubiese entendido y solo hubiese constituido un motivo más que reprocharme. ¡Que le den! —bramé, medio exasperada, mientras hacía esfuerzos por introducir el otro pie en la deportiva.

—Annie…

—¡Basta, mamá! —la corté, con el fin de zanjar cuanto antes una conversación que apenas había comenzado, un diálogo que no podía mantener sin alterarme, sin levantar la voz como una desquiciada o, lo que era más patético, sin llorar—. Estoy bien, no pasa nada —mentí, por enésima vez, para su tranquilidad—. Somos amigos y está genial.

—Unos amigos que se ocultan las cosas —sentenció.

Aquello no era justo. Si algo valoro en mis amigos es la sinceridad. Las mentiras siempre terminan por descubrirse, y entonces causan más daño que el mal que uno intenta evitar. En general, me considero una persona brutalmente honesta, y me gusta que lo sean conmigo, pero las cicatrices que escondía muy dentro de mí, aquellas que me proporcionaban momentos de inseguridad en la vida, demostraban que hay cuestiones que es mejor silenciar.

—Vamos a ver, no me marees. Deberías estar contenta, ya no tenéis de qué preocuparos.

¡Joder! Ni siquiera ahora que todo había acabado, que no había llamadas inoportunas a media noche, ni hacía dejadez de mis responsabilidades en el trabajo o en casa —sigo siendo un desastre, pero esta característica es innata en mí—, dejaban de machacarme con el tema. Los primeros meses todo giraba en torno a quién era él, que si mira que fuera un drogadicto o, peor, un pervertido, que si esto, que si aquello… La lista de los «que si» era interminable.

—Me preocupo si estás mal y es evidente que lo estás. Mírate Annie: llevas golpeando el suelo con el pie desde hace rato.

—Eso es porque no me entra, nada más. —O me tranquilizaba o a este paso abriría un boquete en el peldaño de mármol. Inspiré y expiré despacio, y me agaché de nuevo dispuesta a aflojar más los cordones de la segunda zapatilla para calzármela—. ¿Ves? —Me puse en pie de un salto cuando lo logré—: Listo. Me marcho, no llevo llaves.

Salí apresurada a la calle y me puse a calentar. La pregunta de mi madre me daba vueltas en la cabeza. Era la misma que me había hecho ella, cinco meses atrás. «¿Se lo has dicho, Annie? ¿Lo sabe? No me puedes decir que te quiere, si no conoce esa parte de ti». Ella, mi querida Sonia, tan certera como siempre con sus flechas.

Sacudí la cabeza para evitar rememorar aquel fatídico fin de semana en que todo se torció. Decidiendo que ya había realizado suficientes ejercicios de calentamiento, me coloqué los auriculares en los oídos, me puse la música en el móvil y eché a correr, dispuesta a no regresar a casa hasta asegurarme de que caería agotada.

Escrito por

Viajar, es mi pasión. La lectura, mi adicción. El café y el chocolate, mi sostén. Familia y amigos, mi conexión a tierra.

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