
Esta mañana nada va como debiera…
Tenía que salir para asistir a una reunión a las 11:30 y ya llegaba tarde. No encontraba ni el cuaderno de notas ni el móvil por ninguna parte. «Pase, que no encuentre uno de estos objetos, pero, ¿ambos? Si los llevaba la tarde anterior cuando salí de la oficina…», me digo.
Subo y bajo las escaleras de casa, una y otra vez, el teléfono fijo en la mano, los tacones resonando, la falda estrecha a medio muslo, mi desesperación in crescendo con mis jadeos. «¿Cuántas veces habré subido y bajado ya los 3 pisos? Joder, sudando y vestida de flor de pitiminí. ¿Pero qué porras hice ayer?».
Recorro la buhardilla y no, no está junto al ordenador de sobremesa, ni en el salón, ni en el baño; tampoco en los estantes de las librerías donde hubiera podido dejarlos. Entro y busco en todas las habitaciones de la primera planta, en los baños en los que he entrado esta mañana, pero no hay suerte. Igual de infructuosa resulta la búsqueda que realizo apresurada por la planta baja, nada en el salón comedor, cocina, ni aseo.
En un momento de lucidez pienso que quizá los he olvidado en el asiento del copiloto del coche, y echo una carrera («mieeerda de escalones») hasta mi habitación, rebusco en el bolso y como una posesa salgo con las llaves de aquel escopetada por la puerta. La alarma de mi coche me saluda y yo, educada, le devuelvo el saludo: —¡tu padre!
Y ¡tu padre!, dos veces, porque allí solo está el cuaderno de notas. «Me va a dar algo…».
Genial, el móvil sin aparecer, no puedo avisar que llego tarde porque confiar en estos aparatos hoy en día hace que solo me sepa los números para casos de urgencia, a saber, el de mi padre, mi madre, mi hermano, y mis amigos de batalla… bueno, también el de mi ex, pero ahora porque me ayuda a librarme de conversaciones indeseadas cuando reconozco los dígitos de su número en la pantalla digital.
Maldigo mi mala costumbre de poner el dispositivo en modo vibración, aunque a estas alturas no estoy segura si le quedará batería.
—Me cago en todo lo que he estudiado, estas cosas solo me pasan a mí.
Intento tranquilizarme. Entro por enésima vez a mi habitación, miro de nuevo entre el cabecero y el colchón, bajo la almohada, entre las sábanas, mientras me llamo desde el fijo y rezo por escuchar la característica vibración. Y, de repente, la escucho, cercana, apagada, sin embargo no logro identificar de dónde procede. Vuelvo a pasar la vista por encima del lecho, no veo nada, de modo que tiro a lo bestia de la colcha hacia atrás, para descubrir que está ahí el muy cabrito: escondido bajo la ropa de cama.
Tras recuperarlo, respiro aliviada y llamo a un taxi. Bajo de nuevo las malditas escaleras, y cuando entro en la cocina a calmar mi sed, vibra el móvil.
—¿Annie, ha pasado algo? Félix y yo te estamos esperando desde las 11:00…
«¡Olé tus ovarios, Annie! ¿Dónde dejaste tu cabeza esta mañana, niña?».
—¿Desde las 11:00? Lo siento mucho. Perdí el móvil, y como no pude acceder a la agenda, creí recordar que la reunión era a las 11:30.
—Si te parece, voy a consultar con Félix a ver si puede verte hoy, aunque sea más tarde, de lo contrario te buscamos otro día. En caso de que fuera esta tarde, ¿tú podrías?
—Sí, por mí no hay ningún problema.
—De acuerdo. Vuelvo a llamarte en unos minutos.
La verdad que es mejor posponer la reunión, porque ahora mismo estoy al borde de un ataque de nervios. Después de un rato, me llaman para confirmar que la nueva cita es por la tarde, a las 16:00 horas.
Respiro ya más tranquila, y la serenidad me dura poco. El pulso se me acelera al recordar que el taxi que llamé debe de estar esperándome a la entrada.
—¡La madre del cordero! ¿Quién se enfrenta ahora a un taxista malhumorado?
Entonces reflexiono, y decido que puedo aprovechar el taxi y lo que resta de mañana para recoger el certificado en Correos y hacerme los análisis que tengo pendiente desde hace un par de semanas.
Toda resolutiva, salgo de casa y tomo el taxi. Y al llegar a mi destino e ir a pagar, compruebo que no tengo dinero. «Lloro, yo lloro…».
—¿Le importa que le pague con tarjeta? —le pregunto al taxista, mientras me dispongo a recibir el consabido sermón al tratarse de un trayecto corto.
—No pasa nada —responde amable, y se inclina hacia la guantera para sacar el datáfono.
Después de resolver el pago del taxi, me dirijo a la oficina de Correos. Cuando es mi turno, me acerco a la señora que atiende tras el mostrador y le entrego el aviso que el cartero dejó a mi nombre en el buzón. No sé por qué, me da que es otra multa de tráfico por exceso de velocidad.
Después de buscar por el interior, la señora regresa y me dice que esa carta ya no está allí, que han pasado los 7 días naturales. Algo debe de ver en mi cara, para necesitar explicarme que estos incluyen sábado, domingo y festivos.
—No te preocupes porque suelen notificarte de nuevo —añade.
Estoy segura de ello, cuando se trata de pagar, o te localizan o te dan por notificado. Y si es una multa, vendrá con recargo. Salgo de la oficina de Correos y me encamino hacia la clínica cercana para realizarme los análisis de sangre.
En Madrid han bajado las temperaturas y la gente camina cabizbaja para protegerse del frío. Hoy, el desánimo hace horas que ha sustituido mi mal genio, y no puedo evitar pensar que soy un desastre. En mi atolondramiento, he salido sin abrigo y en ese momento solo llevo una chaqueta fina sobre una blusa de manga corta. Me recrimino al pensar que, si hubiera apagado la televisión después de ver el pronóstico del tiempo, no tendría ahora las manos heladas. No hubiera pasado nada por esperar cinco o diez minutos más, antes de vestirme y ponerme a trabajar hasta que se hiciera la hora de acudir a la reunión.
Por fin llego a la clínica y mis ojos se detienen en un cartel pegado a la puerta que informa a los despistados como yo que los análisis se realizan de lunes a viernes, de 8:45 a 10:45 horas. «Annie, vete a casa, está claro que hoy no es tu día».
Me giro y tomo la dirección por la que he venido. Escudriño a mi alrededor a ver si por casualidad veo un cajero. No tengo esa suerte, aunque a estas alturas no me extraña nada. Una mujer se cruza en mi camino y aprovecho para preguntarle si sabe dónde puedo encontrar por esta zona un cajero. Y como no podía ser de otra manera, me responde que lo desconoce porque no vive por allí. Dudo entre llorar y ponerme a reír.
De hecho, sigo andando, encogida por el frío, mientras intento ocultar las manos en el interior de las mangas de la chaqueta. La desazón que me embarga ya es total, y ni me molesto en retirar las lágrimas que siento deslizar por mi cara. Al fin y al cabo, solo es una mañana fría, a la que sucederán otras de cálido sol. En cualquier caso, nada comparable a ese otro frío que desde hace días me roe y hace esquirlas por dentro.
Por fin veo un taxi y lo tomo. Ya me es indiferente la actitud del taxista cuando le pregunto si hay algún problema en pagar con tarjeta; solo quiero llegar a casa y refugiarme en mi habitación. Y eso hago. Encogida bajo la ropa de cama, derrotada, a la espera de entrar algo en calor. Quizá Murphy se dé por satisfecho y me haya abandonado para cuando llegue el momento de acudir a la reunión programada.
Eso espero…