
Cuando terminamos una relación, a algunas les entra la urgente necesidad de hacer limpieza de armarios y se ponen a desechar aquellas prendas que hace tiempo no se ponen, con las que se ven mal o que han atesorado —por las razones que sean—, aunque no se correspondan con su talla actual. Otras, acuden a la peluquería porque precisan un corte de pelo; incluso las más decididas, optan por un cambio completo de look y unos mimos en un spa. Yo soy más de las de comer chocolate…
Sin embargo, mi amiga Paula es distinta. Ella se pone hecha una fiera y te arrastra a una noche de juerga y alcohol convencida de que eso es justo lo que necesita. En este caso, lo que yo necesito. Y no hay quién la pare… yo, al menos, me declaro incapaz de hacerlo.
Y así nos va…
Esta mañana he amanecido con una resaca de muy señor mío. No es la primera vez, todo hay que decirlo. Lo que sí supone la primera vez es despertar desorientada al caer de la cama tras girar del lado equivocado, buscando el interruptor de la luz de mi mesilla y estirarme demasiado al no dar con él. Ahí sí que me he despertado (y sin necesidad de café, todo un milagro…).
Del golpe, abrí los ojos y me esforcé por distinguir algo en la semioscuridad y entonces me di cuenta que el problema no radicaba en el giro, sino en la cama, una cama que no era la mía. Una mesilla, ausente del lado de la caída. Un déjà vu me trajo a la memoria un momento de mi vida donde dije sí cuando siempre había dicho no. Volví a cerrar los ojos haciendo acopio de fuerzas, mientras hacía una revisión mental del estado de mi cuerpo: martillazos en la cabeza, lengua de papel de lija, ropa interior puesta («¡bien, eso promete!»). Intenté recordar qué había sucedido la noche anterior, en principio nada que no fuera un desmelene en el pub y confidencias entre amigas… hasta ahí, bien.
Pero, ¿cómo coño había terminado aquí?
Me dejé caer del todo y me fijé en las lamas del parquet («¿de qué color serían?»), mientras rememoraba aquellas últimas horas de la noche, y nada… solo sirvió para ser más consciente del dolor agudo de cabeza.
Maldije esa última copa de alcohol y recé en silencio con la esperanza de no haber cometido la misma estupidez de aquella vez. «Ánimo Annie, sé valiente». Suspiré resignada, hice acopio de fuerzas y me incorporé despacio mirando entre los dedos de mi mano…
¡Gracias al cielo! Allí solo estaba Paula. Una Paula, aún más «resacosa» que yo, que al escuchar la risa histérica que sacudió mi cuerpo se dispuso a lanzar improperios más propios de un carretero que de una chica pija de ciudad.